domingo, 30 de junio de 2013

¿POR QUÉ LOS LIBERALES ODIAN EL SECTOR PÚBLICO Y EL ESTADO DEL BIENESTAR?

RESPUESTA: PORQUE CREEN QUE ERES MALA PERSONA.

En efecto, aun a riesgo de simplificar, a esto se reduce el por qué del odio de los liberales hacia el Estado. E incluso podríamos decir que, en última instancia, a esto se reduce toda su filosofía económica.

Pero desarrollemos esta idea para que no me acusen de sectario gratuito (sectario puede ser.. ¡pero gratuito jamás!)



Todo se remonta a más de doscientos años atrás. Como veíamos en la entrada dedicada a las semejanzas entre el islam medieval y la doctrina de Adam Smith, aunque los modernos economistas han desechado muchas de los postulados del "padre" de la Economía (por ejemplo, su rechazo hacia las sociedades anónimas), otros gozan de gran predicamento e incluso se sitúan en la base del pensamiento de muchos de ellos. Por supuesto, me estoy refiriendo a la la doctrina de la mano invisible.

Según Adam Smith, la Divina Providencia ha dispuesto las cosas de tal manera que nuestra persecución del propio beneficio sería guiada como por una mano invisible para contribuir al bien común. Por supuesto, para que este mecanismo social funcione a la perfección es necesario que los seres humanos se relacionen en un mercado sin restricciones, pues cualquier intromisión en el mismo interferiría en su delicado mecanismo.

Lo bonito de esta premisa es que establece que el mercado canaliza un aspecto tan aparentemente negativo como la codicia o el egoísmo y lo convierte en algo beneficioso para la sociedad.

Según un ejemplo utilizado por el propio Adam Smith, si alguien se convierte en carnicero no es por suministrar carne a sus vecinos, sino para intentar ganar el máximo de dinero posible con algo que se le da bien (la división del trabajo y la especialización son claves en el análisis de Smith), pero en la búsqueda de este beneficio personal contribuye a la alimentación del vecindario. Y este ejemplo valdría para cualquier otro oficio: carpinteros, zapateros, agricultores, etc.

Por supuesto, el egoísmo de los agentes económicos hará que cada uno de ellos intente obtener el máximo beneficio en sus intercambios, incluso aunque sea a costa de los demás. Por ejemplo, los vendedores intentarán cobrarnos demasiado, los trabajadores asalariados intentarán escaquearse del trabajo y los directivos de las grandes empresas intentarán aumentar al máximo sus sueldos y su prestigio en vez de velar por los beneficios de la empresa (y por ende de sus accionistas).

Sin embargo, los defensores del libre mercado afirman que éste limita de forma automática todos esos comportamientos: el tendero no cobrará precios abusivos si tiene otros tenderos que le hagan la competencia, el trabajador no se escaqueará si hay un mercado de trabajo flexible que facilita su sustitución por otro trabajador y los directivos no tendrán las manos libres si hay un mercado de valores dinámico en el que el precio de las acciones baje cuando su actuación sea negativa para la empresa...


En este sentido, los cargos públicos (tanto políticos como laborales) plantean un problema para los economistas liberales en la medida en la que no se puede contener su egoísmo al no estar sujetos a la disciplina del mercado. En el caso de los políticos, podría pensarse que las elecciones funcionan como elemento disuasorio, pero estas están tan espaciadas que dicho elemento es mínimo. Mucho peor es el caso de los funcionarios de carrera, ya que tienen el puesto de trabajo asegurado de por vida y pueden vaguear cuanto les dé la gana.

Por la misma razón, el Estado del Bienestar y los impuestos necesarios para su sostenimiento son totalmente contraproducentes... ¿Quién se esforzaría si le pagaran lo mismo que al gandul de al lado que cobra una prestación de desempleo por no hacer nada? Y si se obliga a los ricos a pagar demasiados impuestos... ¿no perderían los incentivos para invertir y crear riqueza?

Todo este razonamiento parte del supuesto de que los agentes económicos son egoístas y que la única motivación humana que cuenta es el interés personal. Sin embargo, dicha tesis es una de las grandes limitaciones de la doctrina económica liberal. Por supuesto que el interés personal es uno de los motivos que nos guían, pero es absurdo pensar que es lo único que nos impulsa. Hay muchos otros motivos que nos hacen actuar, como la honradez, el altruismo, la lealtad, la solidaridad, el civismo, etc. ¿Acaso nunca os habéis comportado de forma honrada cuando habéis tenido la oportunidad de engañar a alguien y dejarle sin pagar un servicio?

Los liberales más acérrimos incluso rechazan la posibilidad de que pueda haber un comportamiento altruista y explican el comportamiento de los agentes económicos en función de un código de conducta guiado por recompensas y castigos ocultos. Así, si un comerciante no estafa a sus clientes cuando tiene la posibilidad no es porque crean en la honradez, sino porque saben que la fama de vendedor honrado atraerá más clientes.

Debe ser agotador esperar siempre lo peor de los demás. Curiosamente, existen evidencias de que los economistas son más egoístas que los demás, y que la formación en Economía hace más egoístas a los individuos con el paso del tiempo. En su libro "El Precio de la Desigualdad", Joseph Stiglitz cita un estudio del economista Richard Thaler según el cual mientras que el 82% de la población global consideraba injusto aumentar el precio de las palas de nieve después de una ventisca, entre los alumnos de su máster de Administración de Empresas sólo opinaba lo mismo un 24%.

Según afirma Stiglitz, es posible que estos resultados se deban a que los estudios de económicas atraen a quienes dan menos importancia a conceptos como la equidad, pero también afirma que hay pruebas de que la formación en Economía condiciona las percepciones y que, teniendo en cuenta el papel cada vez mayor de los economistas más liberales en el diseño de las políticas públicas, sus percepciones sobre lo que es justo e injusto tienen unas consecuencias desproporcionadas para los demás.


Por tanto, para finalizar y volviendo al título de la entrada: ¿Por qué los liberales odian el sector público y el Estado del Bienestar? Pues porque creen que eres mala persona.

martes, 25 de junio de 2013

DISECCIONANDO MAASTRICHT (o DE AQUELLOS POLVOS, ESTOS LODOS)

Tras un par de entradas hablando de la España de los siglos XVI y XVII, damos un salto de -¡ale-hop!- más de 300 años y nos situamos en otro momento histórico mucho más reciente, la firma del Tratado de Maastricht en 1992.
No vamos a caer en el victimismo afirmando que todo lo que estamos pasando es culpa de la Unión Europea (encabezada por la Alemania de Angela Merkel) y el FMI, pero tampoco se puede negar que la actuación de estos organismos y, aún peor, que la arquitectura de la unión monetaria han incrementado extraodinariamente nuestro sufrimiento.

Precisamente dedicaré esta entrada a examinar los pilares en los que se asentó el diseño del área monetaria única europea, centrándome en cómo los errores de dicho diseño han repercutido (y a veces conducido) a la situación actual.

¿Preparados?
3... 2... 1... ¡Comenzamos!

La conjunción de factores como el optimismo reinante tras dejar atrás la crisis del petróleo de los años setenta y la euroesclerosis de la primera mitad de los ochenta, el éxito del Acta Única Europea (con la creación del Mercado Común Europeo) en 1986 y de iniciativas como el acuerdo de Schengen (que garantizaba la libre circulación de personas en la UE) y la coincidencia en el tiempo de la generación de líderes más europeístas de la historia de la UE (Helmut Kohl, Françoise Miterrand, Felipe González, Jacques Delors…) dio lugar a la firma en 1991 del Tratado de la Unión Europea (más conocido como Tratado de Maastricht), por el que se implantaba una unión monetaria en el seno de la Unión Europea.

Sin embargo, las negociaciones que condujeron a la firma de Maastricht coincidieron en el tiempo con el momento álgido de la revolución conservadora iniciada años antes por Ronald Reagan y Margarer Thatcher. La caída del Muro de Berlín y de la mayoría de los regímenes comunistas parecía dar la razón a los defensores del capitalismo más salvaje, de modo que el proyecto de construcción europea consagrado en Maastricht se apoyó en tres pilares de clara inspiración neoliberal:
  1. Un banco central independiente cuyo único objetivo es la estabilidad de precios.
  2. Imposición de unas políticas presupuestarias automáticas mediante estrictas reglas de equilibrio presupuestario.
  3. Imposición de reformas estructurales para liberalizar, desregular y flexibilizar los mercados de bienes, capitales y trabajo.
A continuación, analizaremos cada uno de estos pilares...

1.  Un Banco Central independiente.

Según el Tratado de Maastricht, el Banco Central Europeo (BCE) es independiente de las instituciones comunitarias y de los distintos gobiernos nacionales. Su único objetivo es alcanzar la estabilidad de precios, en contraste con la Reserva Federal estadounidense, cuyos objetivos son la estabilidad de precios y el crecimiento económico. Además, el BCE tampoco será un prestamista de último recurso para los estados del euro (aunque de este aspecto hablaremos de forma detenida más adelante).

Tal es la independencia del BCE que está dirigido por un consejo de gobernadores formado por una serie de miembros de “reconocida autoridad y experiencia profesional en el ámbito monetario o bancario”. No tienen cabida en este consejo representantes políticos, sindicales o empresariales, lo que deja necesariamente tuerto el punto de vista del BCE y lo convierte en la práctica en un lobby de la banca alemana (y, en menor medida, francesa). Cabe destacar que en las negociaciones de Maastricht, Alemania bloqueó las aspiraciones francesas de profundizar en la Unión Económica, lo que hubiera supuesto un contrapoder efectivo a la independencia del BCE; sin ese contrapeso, la libertad de acción del BCE ha sido total.

La independencia del BCE le permite consagrarse a la lucha contra la inflación sin tener que preocuparse por el crecimiento o por el empleo. En términos neoliberales, el BCE ha de convencer a los trabajadores de que no dudará en subir los tipos de interés y provocar paro si logran elevadas subidas salariales que pongan en peligro el objetivo de inflación, de forma que se resignen a que no suban los salarios. Fruto de su independencia, es el propio BCE el que fija su objetivo de inflación (habiéndolo situado en un máximo del 2% a medio plazo).

A pesar de su total independencia al fijar sus propios objetivos en materia de precios y decidir con total autonomía aspectos tan cruciales como la cantidad de dinero que circula en la eurozona, el BCE no es responsable de la supervisión de los sistemas bancarios y mercados financieros de los distintos países, que recae en los antiguos bancos centrales de cada uno de ellos (como el Banco de España).

martes, 18 de junio de 2013

DE CÓMO LOS MERCADOS FINANCIEROS ACABARON CON EL IMPERIO DONDE NO SE PONE EL SOL (II)

En la anterior entrada contamos cómo la prosperidad castellana del siglo XVI se asentó en cinco pilares: crecimiento demográfico, expansión agraria, desarrollo urbano, intercambios comerciales con Europa y tráfico mercantil y de metales preciosos con las Indias. A continuación, en esta entrada veremos cómo la extenuante búsqueda de ingresos por parte de la Hacienda Real para satisfacer las deudas del Rey con los banqueros acabó socavando uno por uno la mayoría de estos pilares a finales del siglo XVI, y cómo las medidas desesperadas tomadas durante la primera mitad del XVII para mantener la hegemonía española acabaron provocando la ruina absoluta del reino.


FELIPE II: LAS SUBIDAS DE IMPUESTOS SOCAVAN LAS BASES DE LA PROSPERIDAD CASTELLANA

La enorme deuda que Carlos I legó a Felipe II le obligó a declararse en bancarrota (que como vimos, era una suspensión de pagos de la deuda a corto plazo con los prestamistas) en el segundo año de su reinado, en 1557. Esta primera suspensión de pagos sería seguida de una segunda bancarrota en 1560. Con ambas órdenes, el propósito de Felipe II era liquidar definitivamente la herencia de Carlos I, haciendo gravitar la financiación de su Hacienda sobre una aplicación sistemática de los recursos indianos (utilizando la Casa de Contratación de Sevilla como caja de deuda consolidada -es decir, a largo plazo-) y sobre un aumento de los ingresos de la Corona (léase impuestos) para librarse del control de los banqueros.

Así, en 1560 Felipe II trató de aumentar sus ingresos subiendo los impuestos, tanto aquellos que requerían la aprobación de las Cortes (alcabalas) como los que no (almojarifazgos, regalías por la explotación de minas, derechos de lanas, estanco de la sal, etc.). Sin embargo, el proyecto fracasó y desde 1561 se acentuó el dominio de los mercaderes-banqueros, a los que el Rey concedió privilegios en la emisión de deuda consolidada y en la explotación de diversos espacios fiscales (lo que a su vez menguaba los ingresos impositivos de la Hacienda Real). Este dominio de los banqueros empujó a la Corona a un precipicio financiero que conduciría a una nueva bancarrota en 1575.

Despliegues bélicos y navales como el de Lepanto costaban mucho dinero.

En 1590, el Rey introdujo una nueva figura impositiva, los millones, pero la economía castellana ya no gozaba del dinamismo y fortaleza necesarios para soportar más cargas y las bases de su prosperidad estaban más que erosionadas:
  • En el último cuarto del siglo XVI, la producción agraria comienza a dar muestras de no poder abastecer a toda la población: en torno a 1575 y 1578 se habla de superpoblación en Castilla la Nueva, región sobre la que se cierne el fantasma del hambre; en 1580, grandes zonas rurales de ambas Castillas se encuentran al borde del colapso mientras que Andalucía hace una década que pasó a ser importadora de grano. Además, si la moderada inflación de la primera mitad del siglo sirvió para estimular la producción, la afluencia de metales preciosos y la masiva acuñación de moneda provocó su devaluación y dispararon una inflación que a finales de siglo solo sirvió para castigar y empobrecer a la población y para arruinar a agricultores.
  • Las continuas guerras con Francia, Inglaterra y los Países Bajos asestaron un golpe brutal al comercio con Europa. En concreto, al ser el mercado flamenco el mayor importador de lana castellana, la guerra en los Países Bajos cerró las fronteras a los intercambios comerciales y provocó una fuerte recesión en el sector.
  • La población, empobrecida y mal alimentada, cayó pasto de las epidemias, siendo la más grave la peste de 1596-1602. Si a esto unimos el descenso de la natalidad y la emigración a las Indias (en 1600 había unos 250.000 españoles en América, cuando el reino de Aragón estaba habitado por unas 300.000 personas), podemos hablar claramente de estancamiento de la población (cuando no de descenso).
  • La agobiante presión fiscal y el aumento del coste de la vida acarrearon la destrucción de puestos de trabajo en las manufacturas urbanas. Las principales ciudades castellanas perdieron población, lo que aceleró la contracción de la actividad económica. Hay que tener en cuenta que el crecimiento de la economía castellana se había basado en gran medida en la creciente tasa de urbanización. Especialmente perjudicada se vio la Corona, ya que la colaboración de las autoridades municipales había permitido crear un eficiente sistema de recaudación de impuestos como las alcabalas. Además, la reducción de la actividad comercial urbana obligó a muchos núcleos rurales dependientes de las ciudades a ser más autosuficientes, provocando así una contracción del comercio local, una menor división del trabajo y la especialización y un descenso en la productividad de la economía castellana.
  • Así las cosas, el único pilar de la economía castellana que se mantenía firme a finales del siglo XVI era el tráfico con las Indias. El flujo de plata a la Casa de Contratación no comenzó a menguar hasta 1610, no pudiendo hablarse de un descenso brusco hasta la década de 1640. En cuanto al tráfico mercantil, alcanzó su cenit en 1608, cuando se consignaron 45.078 toneladas de mercancías en las dos flotas de ida; este volumen comercial comenzaría a descender a partir de 1620 debido a causas como los naufragios, el acoso de la piratería, el espectacular aumento del contrabando y el desarrollo de vías alternativas al régimen de monopolio.
Las ferias, una de las mayores fuentes de riqueza de la economía castellana, sucumbieron bajo el peso de los impuestos.

viernes, 14 de junio de 2013

DE CÓMO LOS MERCADOS FINANCIEROS ACABARON CON EL IMPERIO DONDE NO SE PONE EL SOL

Hace unos meses, llevé a cabo un experimento del que me sentí muy satisfecho, cuando en la entrada dedicada al Islam como ejemplo de liberalismo económico fusioné Historia y Economía. Sin que sirva de precedente, vuelvo a dedicar un par de entradas (esta y la siguiente) a la Historia. En este caso, hablaré de la España de los austrias, centrándome en las relaciones de los monarcas españoles con los banqueros de su tiempo, en la Hacienda y el sistema tributario español de la Edad Moderna y en cómo repercutieron en la marcha de la economía española y castellana.
Más allá de su interés puramente histórico, me parece que estos temas cobran especial interés si los comparamos con la situación e instituciones actuales. Espero que lo disfrutéis.

PROSPERIDAD CASTELLANA EN EL SIGLO XVI

Durante el siglo XVI, el reino de Castilla experimentó un período de gran prosperidad. Esta prosperidad se apoyó en cinco pilares:

  • Crecimiento demográfico: en 1500, la población de la Península Ibérica era de algo más de cinco millones de habitantes; en 1600 era de siete millones y medio. Un 80% de esta población vivía en Castilla.
  • Expansión agraria: los campesinos constituían un 75% de la población castellana, por lo que es normal que la agricultura fuera el sector económico más importante. Durante el siglo XVI, la subida de los precios agrarios que se produjo gracias al aumento de la demanda estimuló un mejor aprovechamiento de los recursos y un aumento de la producción agrícola.
  • Desarrollo urbano: la creciente tasa de urbanización dinamizó el comercio e impulsó los sectores manufactureros. Aunque la población agraria era mayoritaria, los núcleos rurales dependían de las ciudades más cercanas, ya que gracias a la actividad comercial urbana podían abastecerse de aquello que necesitaran.
  • Intercambios comerciales con el resto de Europa, especialmente con Italia, Francia, Inglaterra o los Países Bajos. Algunos de los productos castellanos que conquistaron los mercados internacionales gracias a su calidad fueron la lana, el trigo, el aceite o los capullos de seda.
  • Tráfico mercantil con el continente americano: lógicamente, como potencia descubridora y colonizadora, Castilla tuvo un estatus privilegiado en el comercio con las Indias. Por una parte, el descubrimiento de América permitió a la Corona española acceder a un inmenso tesoro: sus minas de plata, de cuya producción al Rey le correspondía la quinta parte en concepto de impuestos. Pero de los puertos de Portobelo (Panamá) y Veracruz (Méjico) no sólo partían metales preciosos, sino que el tráfico comercial entre metrópolis y colonias fue muy intenso.
Imagen del puerto de Sevilla, punto de entrada del enorme flujo de riquezas procedentes de América.


LA CORONA Y LOS MERCADERES-BANQUEROS

Lógicamente, tal prosperidad en lo económico se reflejó en el ámbito político y militar. Los ingresos fiscales que el Rey de España obtenía en Castilla no eran equiparables a los de casi ningún otro monarca de su tiempo, y por supuesto tampoco podían compararse a los que obtenía la Corona en ningún otro de sus territorios (más del 80% de los ingresos del Rey se apoyaban en la fiscalidad castellana). Precisamente el inicio del siglo XVI, con el tramo final del reinado de los Reyes Católicos, pone las bases de la hegemonía española, que se extendió durante los reinados de Carlos I y Felipe II en el siglo XVI y que se iría perdiendo con los reinados de Felipe III y Felipe IV en el siglo XVII.

La defensa de la Monarquía Hispánica en Europa exigió la presencia de un poderoso ejército en las zonas de conflicto, los tercios, al que hubo que sumar las armadas y flotas de galeras que garantizaban las comunicaciones y el comercio entre los territorios de la Corona. Por otra parte, a los intereses políticos y dinásticos de los monarcas españoles se unieron las numerosas guerras que se entablaron por motivos religiosos tras la reforma protestante. Los mercenarios, las fortificaciones, los buques de guerra, el aprovisionamiento de los soldados e incluso la compra de alianzas demandaron un importante y costoso esfuerzo para la Corona.

El mantenimiento de los tercios era extraordinariamente costoso.
Sin embargo, mucho más que hoy en día, la recaudación fiscal tenía un carácter estacional. Los monarcas no disponían del dinero cuando lo necesitaban, sino cuando se efectuaba el pago de impuestos en dos o tres momentos del año. Para conseguir el dinero que demandaban la conservación de su imperio y sus intereses dinásticos y religiosos, los reyes españoles tuvieron que acudir al crédito.