Tras un par de entradas hablando de la España de los siglos XVI y XVII, damos un salto de -¡ale-hop!- más de 300 años y nos situamos en otro momento histórico mucho más reciente, la firma del Tratado de Maastricht en 1992.
No vamos a caer en el victimismo afirmando que todo lo que estamos pasando es culpa de la Unión Europea (encabezada por la Alemania de Angela Merkel) y el FMI, pero tampoco se puede negar que la actuación de estos organismos y, aún peor, que la arquitectura de la unión monetaria han incrementado extraodinariamente nuestro sufrimiento.
Precisamente dedicaré esta entrada a examinar los pilares en los que se asentó el diseño del área monetaria única europea, centrándome en cómo los errores de dicho diseño han repercutido (y a veces conducido) a la situación actual.
¿Preparados?
3... 2... 1... ¡Comenzamos!
La conjunción de factores como el optimismo reinante tras dejar atrás la crisis del petróleo de los años setenta y la euroesclerosis de la primera mitad de los ochenta, el éxito del Acta Única Europea (con la creación del Mercado Común Europeo) en 1986 y de iniciativas como el acuerdo de Schengen (que garantizaba la libre circulación de personas en la UE) y la coincidencia en el tiempo de la generación de líderes más europeístas de la historia de la UE (Helmut Kohl, Françoise Miterrand, Felipe González, Jacques Delors…) dio lugar a la firma en 1991 del Tratado de la Unión Europea (más conocido como Tratado de Maastricht), por el que se implantaba una unión monetaria en el seno de la Unión Europea.
No vamos a caer en el victimismo afirmando que todo lo que estamos pasando es culpa de la Unión Europea (encabezada por la Alemania de Angela Merkel) y el FMI, pero tampoco se puede negar que la actuación de estos organismos y, aún peor, que la arquitectura de la unión monetaria han incrementado extraodinariamente nuestro sufrimiento.
Precisamente dedicaré esta entrada a examinar los pilares en los que se asentó el diseño del área monetaria única europea, centrándome en cómo los errores de dicho diseño han repercutido (y a veces conducido) a la situación actual.
¿Preparados?
3... 2... 1... ¡Comenzamos!
La conjunción de factores como el optimismo reinante tras dejar atrás la crisis del petróleo de los años setenta y la euroesclerosis de la primera mitad de los ochenta, el éxito del Acta Única Europea (con la creación del Mercado Común Europeo) en 1986 y de iniciativas como el acuerdo de Schengen (que garantizaba la libre circulación de personas en la UE) y la coincidencia en el tiempo de la generación de líderes más europeístas de la historia de la UE (Helmut Kohl, Françoise Miterrand, Felipe González, Jacques Delors…) dio lugar a la firma en 1991 del Tratado de la Unión Europea (más conocido como Tratado de Maastricht), por el que se implantaba una unión monetaria en el seno de la Unión Europea.
Sin embargo, las negociaciones que condujeron a la firma de Maastricht coincidieron en el tiempo con el momento álgido de la revolución conservadora iniciada años antes por Ronald Reagan y Margarer Thatcher. La caída del Muro de Berlín y de la mayoría de los regímenes comunistas parecía dar la razón a los defensores del capitalismo más salvaje, de modo que el proyecto de construcción europea consagrado en Maastricht
se apoyó en tres pilares de clara inspiración neoliberal:
- Un banco central independiente cuyo único objetivo es la estabilidad de precios.
- Imposición de unas políticas presupuestarias automáticas mediante estrictas reglas de equilibrio presupuestario.
- Imposición de reformas estructurales para liberalizar, desregular y flexibilizar los mercados de bienes, capitales y trabajo.
A continuación, analizaremos cada uno de estos pilares...
1. Un Banco Central independiente.
Según el Tratado de Maastricht, el Banco Central Europeo
(BCE) es independiente de las instituciones comunitarias y de los distintos
gobiernos nacionales. Su único objetivo es alcanzar la estabilidad de precios,
en contraste con la Reserva Federal estadounidense, cuyos objetivos son la
estabilidad de precios y el crecimiento económico. Además, el BCE tampoco será
un prestamista de último recurso para los estados del euro (aunque de este
aspecto hablaremos de forma detenida más adelante).
Tal es la independencia del BCE que está dirigido por un
consejo de gobernadores formado por una serie de miembros de “reconocida
autoridad y experiencia profesional en el ámbito monetario o bancario”. No
tienen cabida en este consejo representantes políticos, sindicales o
empresariales, lo que deja necesariamente tuerto el punto de vista del BCE y lo
convierte en la práctica en un lobby de la banca alemana (y, en menor medida,
francesa). Cabe destacar que en las negociaciones de Maastricht, Alemania
bloqueó las aspiraciones francesas de profundizar en la Unión Económica, lo que
hubiera supuesto un contrapoder efectivo a la independencia del BCE; sin ese
contrapeso, la libertad de acción del BCE ha sido total.
La independencia del BCE le permite consagrarse a la lucha
contra la inflación sin tener que preocuparse por el crecimiento o por el
empleo. En términos neoliberales, el BCE ha de convencer a los trabajadores de
que no dudará en subir los tipos de interés y provocar paro si logran elevadas
subidas salariales que pongan en peligro el objetivo de inflación, de forma que
se resignen a que no suban los salarios. Fruto de su independencia, es el
propio BCE el que fija su objetivo de inflación (habiéndolo situado en un máximo
del 2% a medio plazo).
A pesar de su total independencia al fijar sus propios
objetivos en materia de precios y decidir con total autonomía aspectos tan
cruciales como la cantidad de dinero que circula en la eurozona, el BCE no es
responsable de la supervisión de los sistemas bancarios y mercados financieros
de los distintos países, que recae en los antiguos bancos centrales de cada uno
de ellos (como el Banco de España).
2. Control de las Políticas Presupuestarias
nacionales.
Un objetivo fundamental que se buscaba al firmar el Tratado
de Maastricht era el control de las políticas presupuestarias nacionales. Según
se argumentaba, un país que practicase una política fiscal muy expansiva (es
decir, con un gasto público muy elevado) perjudicaría a los demás países: esta
política provocaría inflación y obligaría al BCE a subir los tipos de interés,
y el déficit público de los países “gastosos” se convertiría en déficit
exterior, lo que perjudicaría el valor del euro y nos empobrecería.
Para evitar distorsiones en las políticas presupuestarias
nacionales que pudiesen perjudicar a los socios del euro, el Tratado de
Maastricht establecía unos requisitos que había que cumplir para acceder a la
moneda única. Para garantizar que estas distorsiones no pudieran aparecer tras
la puesta en marcha del euro, en 1997 se firmó el Pacto de Estabilidad y
Crecimiento (PEC), que establecía los mismos requisitos que el Tratado de
Maastricht dándoles carácter de permanencia:
1º.- El déficit público de cada país no puede superar
el 3% de su PIB. Los países cuyo déficit público supere dicho límite serán
sometidos a un procedimiento de déficit
excesivo (PDE): se comprometerán a seguir políticas presupuestarias
austeras que les permitan regresar a los límites aceptables de déficit, están
obligados a rendir cuentas de sus decisiones presupuestarias a la Comisión
Europea y al Consejo Europeo y podrán ser objeto de una multa.
2º.- La deuda pública de cada país no puede ser mayor
que el 60% de su PIB. Al contrario que en el requisito anterior, el
incumplimiento de esta condición no es sancionable.
3º.- Todos los países han de presentar al final del
año concreto en que se les requiera un programa de estabilidad que incluirá una
programación presupuestaria a cuatro años y tendrá como objetivo el equilibrio
presupuestario a medio plazo.
Como menciona explícitamente el tercer requisito, el
objetivo del PEC era que los países de la eurozona alcanzasen un equilibrio
presupuestario a medio plazo. Una vez alcanzado dicho equilibrio, los países
sólo podrían dejar jugar a los estabilizadores automáticos (prestaciones de
desempleo, impuestos progresivos, etc.) y no podrían llevar a cabo políticas
discrecionales de gasto.
De este modo, se pretendía dotar de un elevado grado de
automatismo a las políticas presupuestarias nacionales, alejándolas así de las
manos de los representantes políticos, que tienden a caer en la tentación de
aumentar el gasto público de manera populista para ganar elecciones.
Para reforzar aún más el control de las políticas
presupuestarias nacionales, el Tratado de Maastricht prohíbe que los países de
la eurozona puedan financiarse en el BCE (es decir, el BCE no podrá comprar
deuda pública de los países del euro ni concederles préstamos). Además, el
Tratado de Maastricht también incluye la denominada “cláusula de no salvamento” (no bail-out), por la que se prohíbe la
asistencia mutua entre los países de la eurozona.
De esta forma, los países sólo podrán acudir en busca de financiación
a los mercados financieros, con lo que se confía a estos la tutela de las
políticas presupuestarias nacionales: así, castigarán a los estados demasiado
laxos en materia presupuestaria aplicando tipos de interés muy elevados (¡ay,
nuestra querida prima de riesgo…!)
que los obligarán a volver al redil.
3. Impulso e imposición de reformas
estructurales.
La Comisión se fijó el objetivo de poner en marcha en toda
Europa un programa de reformas estructurales que, en realidad, responde a la
imposición en la Unión Europea de una agenda neoliberal. Según este punto de
vista neoliberal, los impuestos perjudican la actividad económica y el gasto
público es poco eficaz, por lo que hay que transferir actividad del sector
público al privado para ganar eficiencia y poder reducir los impuestos.
Así, siguiendo esta agenda “liberalizadora”, la Comisión ha
luchado todos estos años por reducir el peso de los servicios públicos
autorizando a empresas privadas a que les hagan la competencia, promover los
fondos de pensiones y los seguros privados, desregular los mercados
financieros, promover la competitividad de las empresas a través de la
“flexibilización” del mercado de trabajo (por flexibilizar el mercado de
trabajo entiéndase abaratar el despido y reducir los salarios), reducir la
presión fiscal (eso sí, preferentemente a las empresas y a las rentas del
capital), etc.
En efecto, podemos comprobar cómo una y otra vez durante las
últimas décadas, cada vez que un país se ha encontrado en dificultades, ya sea
en el sudeste asiático, en Latinoamérica o, ahora, en Europa, organismos como
el FMI, la Reserva Federal, el BCE o la Comisión Europea condicionan la ayuda
económica a la puesta en marcha de “reformas estructurales”, lo que demuestra
su interés por imponer su agenda neoliberal a lo largo y ancho de todo el
mundo.
El argumento que esgrimen los neoliberales es que las
reformas estructurales liberan a largo plazo nuevos potenciales de crecimiento
económico. Sin embargo, este argumento no deja de ser un acto de fe; lo único
que es constatable a corto plazo es que las reformas aumentan las
desigualdades, la precariedad y el paro.
Otra de las consecuencias que tuvo esta inspiración
“liberal” del Tratado de Maastricht fue que el principio en el que se basó la
coordinación de las políticas nacionales fue el denominado “Método Abierto de
Coordinación” (MAC), en el que prevalecía la coordinación basada en la
competencia por encima de la coordinación basada en la solidaridad. De este
modo se favorecieron comportamientos como el de Alemania, que practicó una
devaluación interna basada en reducciones salariales para ganar competitividad
frente a sus socios comunitarios, o el de Irlanda, que llevó a cabo una
estrategia de auténtico dumping
fiscal, aplicando tipos impositivos muy bajos para atraer capitales y empresas
del resto de países de la Unión Europea.
Como podemos comprobar, convencidos de que el sector público
es ineficiente y de que el mejor estado es el estado pequeño, los signatarios
de Maastricht quisieron someter las políticas presupuestarias nacionales a
rigurosas restricciones, y convencidos de que los mercados son eficientes y
siempre tienen razón, renunciaron a controlar el sistema financiero y los
desequilibrios externos que pudieran darse entre los distintos países.
Y en un principio, parecía que el diseño que se consensuó en Maastricht daba buenos resultados: todos y cada uno de los países de la Unión Europea crecían, ya fuera sobre bases reales o sobre un espejismo especulativo; y la liberalización de capitales y la moneda única permitió que los bancos alemanes, franceses, británicos y holandeses prestasen sin freno por todo el continente, alimentando burbujas especulativas como la irlandesa y, sí, la española.
Pero ahora, todo ese entramado se ha venido abajo. Lo que nos queda después del desastre son las deudas contraídas en la etapa anterior y el predomino absoluto de Alemania en las decisiones de la Unión Europea, un predominio que no debería extrañarnos demasiado ya que, a fin de cuentas, es nuestro principal acreedor.
Y en un principio, parecía que el diseño que se consensuó en Maastricht daba buenos resultados: todos y cada uno de los países de la Unión Europea crecían, ya fuera sobre bases reales o sobre un espejismo especulativo; y la liberalización de capitales y la moneda única permitió que los bancos alemanes, franceses, británicos y holandeses prestasen sin freno por todo el continente, alimentando burbujas especulativas como la irlandesa y, sí, la española.
Pero ahora, todo ese entramado se ha venido abajo. Lo que nos queda después del desastre son las deudas contraídas en la etapa anterior y el predomino absoluto de Alemania en las decisiones de la Unión Europea, un predominio que no debería extrañarnos demasiado ya que, a fin de cuentas, es nuestro principal acreedor.
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