viernes, 11 de octubre de 2013

DE UNIONES MONETARIAS... Y EUROZONAS

Muchos años han pasado ya desde que estalló la actual crisis económicas, años en los que se han sucedido reuniones y se han emitido dictámenes por parte de los distintos organismos internacionales como el FMI, la Comisión Europea o el Banco Central Europeo o los distintos gobiernos nacionales... ¿y cuáles son las enseñanzas y conclusiones que estos gobiernos e instituciones han sacado de la crisis y la situación catastrófica en la que ha sumido a la eurozona?

Por mucho que busquemos en los acuerdos y tratados aprobados desde entonces no encontraremos ni una palabra sobre tres décadas ininterrumpidas de desregulación financiera...

Tampoco encontraremos nada sobre las medidas fiscales que han favorecido a las grandes fortunas (reducción en los tipos máximos del impuesto sobre la renta, eliminación de los impuestos de patrimonio y sucesiones, rebajas en el impuesto de sociedades, trato más favorable a las rentas del capital que a las del trabajo, etc.), medidas que han conducido a un déficit de ingresos que ha vaciado las arcas públicas de los distintos gobiernos.

Nada encontraremos sobre el espectacular aumento de las desigualdades sociales, de la precariedad y de la inestabilidad que ha acompañado a estos años de desregulación e incentivos fiscales a los ricos.

Nada sobre el sinsentido de que el BCE, que tiene prohibido prestar dinero a los países de la eurozona, preste sumas millonarias a los bancos a un 1% de interés para que estos puedan prestarlo a los países (si es que les da la gana, porque nada les obliga a ello) a intereses del 3%, el 5%, el 6% o el 10%.

Nada.

Los únicos desafíos dignos de interés para las autoridades europeas son el déficit público excesivo y la deuda pública inasumible.


La causa de la crisis según Bruselas y Berlín.
Pero los problemas en la Unión van mucho más allá de las reacciones a la crisis, y se remontan al mismísimo diseño de la eurozona... ¿y qué es lo que define un área monetaria óptima? En 1957, el profesor Tibor Scitovsky escribió que los requisitos previos imprescindibles para adoptar una moneda única son un mercado común de capitales y una política común de empleo. De forma más pormenorizada, el premio Nobel de Economía Robert Mundell fijó en 1961 los cuatro criterios que definen un área monetaria óptima:
  • Ha de haber libertad de movimiento de capitales, para que los flujos financieros puedan acudir sin trabas allá donde haya mejores oportunidades de inversión.
  • Ha de haber una perfecta movilidad de trabajadores, para que estos puedan desplazarse sin restricciones de los sitios donde haya desempleo a los lugares donde haya necesidades de mano de obra.
  • Ha de haber un presupuesto público central que permita redistribuir la renta en el interior de la zona monetaria y apoyar a los territorios que se encuentren en dificultades.
  • Ha de existir la suficiente similitud entre la estructura económica de los distintos territorios como para poder aplicar una única política monetaria sin provocar grandes distorsiones en el interior del área monetaria.
La mayor preocupación tanto de Mundell como de Scitovsky al formular sus requisitos era la existencia de perturbaciones asimétricas. Hablamos de choques o perturbaciones asimétricas cuando una misma circunstancia (por ejemplo, la actual crisis internacional o una medida concreta de política económica) afecta a unas partes del área monetaria mucho más que a otras.

Parece bastante claro que en la Unión Europea no se cumplían los requisitos fijados por ambos autores, y parece bastante claro también que cuando se debatían las caracterísiticas de la futura unión monetaria ya existía un corpus teórico lo suficientemente amplio como para saber que no puede darse una unión monetaria entre economías tan dispares como la griega, la irlandesa o la alemana sin tomas las medidas adecuadas para hacerla funcionar.



En un capítulo de su libro "¡Acaba Ya con esta Crisis!", Paul Krugman cuenta  que en los años previos a la firma del Tratado de Maastricht, que dió lugar a la Unión Monetaria europea, se vivió un intenso debate a ambas orillas del Atlántico entre los economistas europeos, fascinados por el gigantesco paso hacia la integración europea que suponía el euro, y los economistas norteamericanos, mucho más escépticos y pragmáticos ante el éxito del proyecto.

Los economistas escépticos afirmaban que una zona monetaria requiere construir un presupuesto común y establecer un sistema de transferencias de renta entre las regiones y países que forman el área, como ocurre en Estados Unidos (por ejemplo, cuando el huracán Katrina arrasó Nueva Orleans, el estado de Louisiana recibió fondos federales para su reconstrucción). Además, tendría que darse una coordinación activa entre las políticas económicas de los distintos países para aproximar los niveles de renta y bienestar en sus territorios (es decir, habría que unificar políticas de productividad, laborales, sociales, etc.). En este contexto, parece evidente que disponer de una política monetaria única para toda la eurozona cuando las realidades de cada país son tan diversas revaloriza la importancia de la política presupuestaria como instrumento para compensar esas diferencias.

Y sin embargo, el diseño de la eurozona no solo estableció el límite del presupuesto común en un ridículo 1'5% del PIB (frente al 25% del PIB que supone el presupuesto federal estadounidense), sino que estranguló las políticas presupuestarias nacionales al impedir que los estados pudiesen financiarse en el BCE e incluso prohibir que los países pudiesen prestarse fondos unos a otros mediante la denominada cláusula de no salvamento.



De la lectura del Tratado de Maastricht, podríamos deducir que la única coordinación de las políticas presupuestarias que se acordó fue la tendente a eliminar el déficit público, mientras que la política monetaria iría a su aire luchando contra la inflación. Aún peor, la obsesión del BCE por la inflación fue muy perjudicial, ya que no sólo le hizo obviar el crecimiento y el empleo, sino que le llevó a descuidar los riesgos que conlleva la desregulación financiera y la formación de burbujas especulativas.

La idea que se impuso en Maastricht fue que cada estado debía llevar de forma individual el peso del equilibrio. Según esta idea, defendida por Alemania, si cada estado se hallaba en equilibrio no serían necesarios un presupuesto común, la coordinación de las políticas monetarias nacionales ni las transferencias de renta entre distintos territorios.

En palabras de la delegación alemana, su idea era crear una "comunidad de estabilidad presupuestaria", en la que como cada país se encargaría de mantener el equilibrio presupuestario no sería necesario implementar todas las condiciones necesarias para la viabilidad de un área monetaria. Al firma el Tratado de Maastricht se creyó que establecer unos límites del 3% y del 60% del PIB para el déficit y la deuda pública se garantizaba la estabilidad de la eurozona y no sería precisa una auténcia coordinación.

Un área monetaria así diseñada hubiera estallado de manera irremediable. La crisis financiera de 2008 aceleró los acontecimientos, pero el desenlace hubiera sido el mismo. Desde la llegada del euro, la falta de mecanismos de supervisión y coordinación de las políticas económicas hizo que las disparidades entre países y regiones se incrementaran notablemente, incrementadas en gran medida por una Alemania que llevó a cabo una durísima devaluación interna para ganar competitividad frente a sus socios. Dado que en el momento en el que un país incurre en déficit comercial se está endeudando con el exterior y ya que la mayor parte de las relaciones comerciales de los países de la Unión se dan con otros socios europeos, la eurozona se fragmentó en dos mitades enfrentadas: una de países acreedores y otra de países deudores. Para países cuya competitividad se había desplomado, como España e Italia, privados de la posibilidad de devaluar su moneda o de pedir financiación al banco central, la única opción era hundirse en la recesión.

Y lo que realmente es desolador es que, en vez de tomar nota de los fallos de diseño de la eurozona, en lugar de dar los pasos necesarios para constituir un presupuesto común digno de ese nombre, de diseñar auténticos mecanismos de coordinación e impulsar políticas activas para compensar los desequilibrios entre países y regiones, los dirigentes europeos se han dedicado a endurecer las exigencias de equilibrio presupuestario y a levantar, tratado tras tratado, directiva sobre directiva, un inmenso entramado tecnocrático cuyo objetivo no es más que restringir la soberanía de los distintos países y encadenarlos cada vez con más fuerza a un único objetivo: eliminar el déficit.

Dejar en manos de los mercados financieros la tutela de la política económica de los países de la eurozona, como hizo el Tratado de Maastricht al negar la financiación a través del BCE y la asistencia entre países, fue un error descomunal. Por mucho que se empeñen sus apologistas, los mercados no son racionales ni eficientes, como la crisis ha venido a demostrar.

Los vaivenes sufridos por las economías de la eurozona demuestran que la disciplina de los mercados es insuficiente, frente a los que las autoridades europeas han reaccionado queriendo imponer esa disciplina a través de mecanismos políticos (como reglas de equilibrio presupuestario más estrictas y sanciones más duras) e incluso jurídicos (involucrando al Tribunal de Justicia Europeo), en vez de reforzar la solidaridad y dotar a los países de medios suficientes para no estar indefensos frente a los mercados.


¿Al final Europa era esto?

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