No hace mucho, el economista jefe del FMI, Olivier
Blanchard, admitió que dicho organismo había cometido un error al exigir tantos recortes a los gobiernos europeos, ya que no había previsto que la austeridad
acabaría con el crecimiento.
Lo llamativo de esta noticia es que fue la primera vez que
un alto cargo de La Troika[1]
admite abiertamente que las políticas de austeridad son negativas para la
economía, pero son muchísimos los economistas que critican el rumbo seguido por
la política económica en Europa. Al margen de numerosos casos individuales, en
abril de 2012 se presentó la iniciativa Economistas Frente a la Crisis, en la
que participan autores como Jorge Fabra Utray, Juan Ignacio Bartolomé,
Alfonso Prieto o Mauro Lozano, por poner unos pocos ejemplos.
Otra iniciativa muy activa es la del movimiento ATTAC, nacido
en Francia en 1998 pero que se ha desarrollado extraordinariamente a raíz de la crisis. En España, ATTAC se organiza en asociaciones radicadas
en las distintas comunidades autónomas. En este proyecto participan
economistas, sociólogos y periodistas como Vicenç Navarro, Juan Torres López,
Alberto Garzón Espinosa, Juan Hernández Vigueras o Federico Mayor Zaragoza,
entre muchos otros.
Y seguramente, una de las iniciativas que ha tenido más
repercusión internacional sea la de los Economistas Aterrados, un
colectivo de economistas franceses que el 16 de septiembre de 2010 manifestaban
en Le Monde lo siguiente:
“La crisis
económica y financiera que sacudió el mundo en
2008 no ha debilitado el dominio de los esquemas de pensamiento que orientan
las políticas
económicas desde hace treinta años. El poder de las finanzas no ha
sido desafiado. En Europa, por el contrario, los
Estados, bajo la presión de las instituciones
europeas e internacionales y de las agencias
de calificación, aplican con un vigor
renovado programas de reformas y ajustes estructurales que ya mostraron en el
pasado su capacidad de acrecentar la inestabilidad económica y las desigualdades
sociales.”
El movimiento de los economistas aterrados se fraguó en una
charla entre cuatro economistas galos -Philippe Askenazy, Thomas Coutrot, André Orléan y Henri Sterdyniak-
después de que, tras el derrumbe de Grecia, los gobiernos europeos se pusieran
a aprobar planes de austeridad y recortes sociales. Estos autores escribieron
un documento al que titularon Manifiesto de los Economistas Aterrados en el que denunciaban las diez falsedades que,
a pesar de la crisis, siguen inspirando las decisiones de política económica en
Europa.
Personalmente, suscribo por completo el manifiesto (de
hecho, soy unos de los miles de firmantes del mismo). Con este post intento
aportar mi humilde granito de arena a la difusión de las ideas que sustentan
este manifiesto. Las diez falsedades que se señalan en el mismo son las
siguientes:
1. Los mercados
financieros son eficientes.
En mi opinión, es cierto que el
mercado es la mejor forma de organizar la actividad económica. Ningún otro
sistema es capaz de poner de acuerdo de forma tan rápida y automática a las
personas que necesitan un bien y a las que pueden proporcionárselo. Muchos
economistas glosan los beneficios del mercado hasta el punto de afirmar que, por
sí mismo, es capaz de llegar a una situación de equilibrio y de máxima
eficiencia en el aprovechamiento de los recursos económicos. Sin embargo, lo
que no suelen mencionar esos economistas que alaban las virtudes del libre
mercado es que han de darse ciertas
condiciones para que funcione adecuadamente:
• que todos los compradores y vendedores tengan un
conocimiento total e inmediato de las condiciones y circunstancias del mercado (lo que se denomina información perfecta).
• que ninguno de ellos tenga el poder suficiente
para manipular por sí mismo el precio o imponer sus condiciones en el mercado.
• que los bienes sean homogéneos de forma que sea
indiferente comprárselos a un vendedor u otro.
• que haya una movilidad libre y total por parte
de bienes, recursos y empresas para entrar y salir del mercado.
No hace falta decir que estas
condiciones son requisitos teóricos válidos para construir teorías pero NUNCA se dan en la realidad.
Pero centrémonos en el mercado
financiero, objeto de este primer punto. Si es cierto que los mercados libres
son eficientes, décadas de desregulación en los mercados financieros tendrían
que haber dado lugar a una mayor capacidad para gestionar el riesgo y a un
mejor aprovechamiento de los recursos de los ahorradores, que supuestamente se
habrían destinado a financiar las inversiones más beneficiosas para la
economía.
Sin embargo, lo que han hecho las
entidades financieras ha sido crear burbujas especulativas e incrementar
exponencialmente el riesgo asumido por el sistema en su búsqueda del beneficio
a corto plazo.
2. Los mercados
financieros favorecen el crecimiento económico.
Como ya he mencionado en el punto
anterior, una de las principales utilidades del sistema financiero es que
permite dirigir el ahorro de los particulares hacia las inversiones más productivas.
Al estar especializados en la concesión de préstamos, los bancos están mucho
más preparados que las familias para juzgar si un proyecto de inversión puede ser rentable o si,
en definitiva, una empresa es “fiable” y se puede arriesgar dinero en ella. De
esta forma, igual que se supone que ha de ocurrir en cualquier mercado, los
mercados financieros permiten asignar de la forma más eficiente el bien que se
intercambia en ellos, el dinero.
Sin embargo, la realidad nos
muestra un panorama bien distinto. La búsqueda incesante de beneficios y la intensa
competitividad entre las entidades financieras ha causado que la mayor parte de
los recursos canalizados por ellas han sido destinados a
inversiones especulativas, ya que permiten obtener grandes beneficios de forma
inmediata mientras que la inversión real tiene plazos mucho más largos.
3. Los mercados son
buenos jueces de la solvencia de los Estados.
Es común invocar la necesidad de
contentar a los mercados financieros cada vez que se acomete una nueva ronda de
“reformas”. El objeto de estas reformas no es otro que tranquilizar a los
mercados para que baje el precio de la deuda pública española. Se supone que,
si un país es “fiable”, prestarle dinero será menos arriesgado y los tipos de
interés que se exigirán a cambio serán menores.
Pero, ¿se puede confiar en el
buen juicio de los mismos mercados que valoraron positivamente auténtica basura
tóxica que cuando se depreció acabó derrumbando la economía mundial? ¿No es
esquizofrénica la actitud de unos mercados que exigen profundos recortes pero
que critican la caída en el crecimiento que tiene lugar por culpa de esos
recortes?
Tengamos muy presente un dato.
Cuando se habla de forma impersonal de “los mercados”, parece que estemos
hablando de una miríada de miles y miles de pequeños inversores que aportan su
ahorro y juzgan atentamente la situación de un país antes de prestarle dinero.
Sin embargo, en realidad, los integrantes de esos mercados son pocos agentes:
los grandes bancos internacionales y los denominados “inversores
institucionales” (grandes fondos de pensiones y de inversión y los hedge funds
o fondos de alto riesgo, que movilizan miles de millones de dólares). Dado su
escaso número y su elevado poder, estos agentes pueden manipular el mercado en su
beneficio, alejándonos una vez más de los requisitos de la libre competencia.
Además, debemos tener en cuenta que cuando exigen recortes, la máxima
prioridad de estos agentes es que puedan cobrar lo que se les debe, caiga quien
caiga y cueste lo que cueste.
4. El alza excesiva
de la deuda pública es consecuencia de un exceso de gasto.
Otra gran simplificación, sobre
todo si el ratio deuda pública / PIB se compara con otros datos. Si se estudia
la evolución de las cuentas de las Administraciones Públicas españolas se puede
observar que después del máximo que alcanzó en 1993 al suponer el 46’70 % del
PIB, el gasto público español fue descendiendo hasta llegar a un 38’40 % del
PIB en 2005. En octubre de 2008, un mes después de la quiebra de Lehman
Brothers y del inicio oficial de la crisis, el peso del gasto público español
en relación a su Producto Interior Bruto se situaba siete puntos por debajo de la media europea (38’8 % frente al 46’1 %).
Como se ha dicho muchas veces,
España tenía superávit antes de la crisis. Fue el comienzo de ésta y la puesta
en marcha de estabilizadores automáticos como las prestaciones por desempleo
las que dispararon los gastos, no los gastos excesivos los que condujeron a la
crisis.
Esta cuarta afirmación supone una
doble simplificación, ya que olvida un aspecto crucial de la balanza fiscal:
los ingresos. En efecto, en una época en la que la tendencia generalizada es la
de reducir unos impuestos y eliminar otros, en la que no se persigue el fraude fiscal y en la que las grandes fortunas tributan menos que las rentas del
trabajo gracias a instrumentos como las Sicav, lo normal es que los ingresos
fiscales tiendan a disminuir y que cada vez haya menos recursos para hacer
frente al gasto del Estado.
5. Hay que reducir
los gastos para reducir la deuda pública.
Esta afirmación constituye otra
gran simplificación que puede no ser tan evidente si no se analiza detenidamente.
El índice más utilizado para estudiar el peso de la deuda pública es el ratio
deuda pública / PIB.
Uno de los requisitos que se establecían para ingresar en el euro y que acaba de ser renovado en un reciente tratado pone un techo del 60 % a este ratio. Lógicamente, si un país sobrepasa este límite puede intentar respetarlo reduciendo el gasto (la otra opción sería aumentar los ingresos, como señalo en el punto anterior), pero una reducción del gasto tiene el efecto de reducir también el PIB (un detalle que se le pasó por alto al economista jefe del FMI, como veíamos al principio del post), con lo que el ratio deuda pública / PIB aumentaría al reducirse el denominador.
Uno de los requisitos que se establecían para ingresar en el euro y que acaba de ser renovado en un reciente tratado pone un techo del 60 % a este ratio. Lógicamente, si un país sobrepasa este límite puede intentar respetarlo reduciendo el gasto (la otra opción sería aumentar los ingresos, como señalo en el punto anterior), pero una reducción del gasto tiene el efecto de reducir también el PIB (un detalle que se le pasó por alto al economista jefe del FMI, como veíamos al principio del post), con lo que el ratio deuda pública / PIB aumentaría al reducirse el denominador.
Así, llegaríamos a la paradoja de
que reducir el gasto público tiene el efecto de incrementar el peso de la deuda
pública con respecto al PIB.
6. La Deuda Pública
traslada el precio de nuestros excesos a nuestros nietos.
No necesariamente. Partamos de la
base de que aunque defendamos el endeudamiento en sí, eso no quiere decir que
defendamos el endeudamiento excesivo. Una situación ideal sería aquella en la
que los ingresos del Estado fueran suficientes para cubrir los gastos
corrientes (pensiones, servicios públicos, salario de funcionarios, etc.) y en
la que las emisiones de deuda pública se realizaran para financiar grandes
inversiones (construcción de autovías, grandes obras, etc.).
Centrarse en la deuda del país es
tener en cuenta sólo una de las mitades del balance: el pasivo, lo que se debe.
Pero los activos son igual de importantes. Si como consecuencia de la deuda, el
país cuenta con nuevos activos que permitirán incrementar la productividad del
país a largo plazo, la economía crecerá a un ritmo más que suficiente como para
pagar la deuda (y por supuesto, no hace falta decir que dentro de esos activos
no incluyo los aeropuertos sin aviones o los puentes de Calatrava).
7. Hay que
tranquilizar a los mercados financieros para poder financiar la deuda pública.
En realidad, esta afirmación es
un callejón sin salida en el que Europa se ha metido solita. Una de las
funciones tradicionales de un Banco Central (y así ocurre con la Reserva
Federal en Estados Unidos o con el Banco de Inglaterra en el Reino Unido) es
ser un prestamista de último recurso para el Estado. Si un país no consigue
compradores para su deuda pública, puede acudir a su banco central para que se
la compre a tipos reducidos. Abusar de esta medida puede tener graves
consecuencias para la inflación, pero como en todo, la cuestión es hacer las
cosas con mesura.
Sin embargo, por imposición de
Alemania, el Banco Central Europeo no puede comprar deuda pública de los países
de la zona euro ni concederles préstamos directos, lo que nos hace muy
dependientes de los vaivenes de los mercados financieros (como ya señalé,
formados por muy pocos agentes que no tienen el más mínimo inconveniente en
sangrarnos todo lo que puedan). Así, se da la grotesca paradoja de que el Banco
Central Europeo presta dinero a los bancos a un interés del 1% y los bancos
prestan dinero a países como España o Italia a intereses del 5, el 6 o el 7 %.
Que no se haya puesto fin a esta inmoralidad es una de las señales más claras
de lo podridas que están las instituciones europeas.
8. La Unión Europea
defiende el modelo social europeo.
Creo que no hace falta extenderse
mucho en este punto. Es cierto que el Estado del Bienestar nació y se
desarrolló en Europa, pero afirmar que desde la actual Unión Europea se
defiende dicho modelo sólo se puede hacer desde el cinismo más descarado.
9. El euro es un
escudo contra la crisis.
Tal y como se diseñó el euro, en
realidad ha resultado ser todo lo contrario. La entrada en el euro no sólo
arrebató a los Estados uno de los principales instrumentos de la política
económica, como es la política monetaria, sino que provocó la entrada de una
enorme cantidad de capital exterior que, sin la adecuada supervisión de las
autoridades españolas, provocó una burbuja especulativa sin precedentes.
Además, el euro no sólo ha
impedido recurrir a medidas de política monetaria como la devaluación de la
moneda para ganar competitividad, sino que ha limitado enormemente el uso de la
política fiscal. Al prohibir los créditos directos del Banco Central, como
hemos visto, obliga a los países a recurrir a los mercados financieros, donde
han de pagar intereses altísimos que los ponen en manos de dichos mercados e
impiden en la práctica cualquier atisbo de política expansiva.
10. La crisis griega
ha permitido por fin avanzar hacia un gobierno económico y una verdadera
solidaridad europea.
Por ahora, parece justamente lo
contrario. Si afirmar que la Unión Europea defiende el Estado del Bienestar
sólo se puede hacer desde el cinismo más descarado, afirmar que Grecia se está
beneficiando de la solidaridad europea es directamente grotesco.
Recientemente, además, se han
dado pasos que caminan justamente en la dirección contraria. En marzo de 2012,
los jefes de Estado y de Gobierno firmaron el Tratado de Estabilidad,
Coordinación y Gobernanza, también llamado Pacto Presupuestario, que endurece
las condiciones que se exigían en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento que dio
lugar al nacimiento del euro: a saber, se prohíbe una deuda pública superior al
60 % del PIB nacional, se prohíbe un déficit público superior al 3 % del PIB y,
esto es una novedad, un déficit público estructural superior al 0’5 % del PIB.
Además, se prohíbe la ayuda financiera mutua entre países y se exige que estas
condiciones se incluyan en las constituciones o niveles legislativos
equivalentes de los distintos países. Mientras tanto, al presupuesto europeo se
le establece un techo que llega al ridículo nivel del 1’2 % del PIB[2].
Los economistas aterrados publicaron su manifiesto en forma de librito en 2010. Desde entonces han publicado dos libros más: Europa al Borde del Abismo y La Espiral de la Austeridad. Cada uno de ellos constituye una lectura corta y accesible para todo aquel que esté interesado en la deriva a la que nos están conduciendo los dirigentes europeos.
[1] el
colectivo formado por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el FMI,
que se encarga de organizar y supervisar la ayuda a los países europeos en
dificultades
[2] en
futuras entradas desarrollaré las características básicas de este Tratado.
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